martes, 11 de diciembre de 2007

¿Qué te estamos haciendo, Madre Tierra?


Como sabéis algunos, este puente hemos tenido reunión familiar en el campito, más concretamente en Tavizna, en nuestra increíble y sorprendente sierra gaditana. Hacía mucho que no me colocaba las botas de montaña con la firme intención de pringarlas de barro hasta los cordones y más allá y me hacía muchisima ilusión retomar esa especial relación que tengo con el mundo natural. Durante el trayecto de ida, a traves de las ventanas del coche, contemplé con tristeza los cadáveres de unos cuantos conejos en la cuneta. Si, vale, me diréis que no es culpa de nadie que el conejo sea tan tonto que no sepa mirar antes de cruzar la carretera....puede ser. También puede ser que los "humanos" le hayamos colocado una carretera en su camino y deban pasar varias generaciones de conejos para que aprendan que por ahí no deben cruzar a no ser que quieran dejarse parte del lomo pegado a los bajos de un coche. Nuestro recorrido avanzaba. Y llegó el momento en que una náusea me avisó de las manadas de cazadores, armados con sus escopetas y seguidos por sus mártires perros, que paseaban en ordenadas lineas horizontales por el verde prado, en busca de sus presas. La primera voltereta de mi estomago fue causada al pensar en el futuro de esos perros que, al llegar a cierta edad (no penséis que les llegan a salir canas, ni mucho menos) son sacrificados con un tiro en la cabeza (los afortunados) o ahorcados en un alcornoque o, no sé si peor aún, abandonados en medio del campo o la carretera. Y todo esto porque ya no son "rentables". Para mi, que a lo largo de mi vida, he conseguido una relación muy especial con los animales y muy intensa con los perros, la imagen de esta manada de cazadores, asesinos por placer, imaginarlos sacrificando a estos seres (a veces más humanos, en el buen sentido de la palabra, que los propios humanos) me provocó una enorme tristeza, a la vez que un gran desprecio hacia esas figuras armadas con escopetas. Esta imagen se repitió un número indeseable de veces a lo largo de todo nuestro viaje en coche. Al llegar a nuestro destino, contemplé con estupor cómo el hacinamiento en las ciudades se estaba contagiando al mundo natural. La casa en la que nos alojamos estaba situada en un agujero rodeado de montañas, abarrotado de fincas y parcelas, cuya separación entre ellas era la misma que hay entre bloques de viviendas en la ciudad, es decir, ninguna. Si el vecino de la parcela de al lado estornudaba, le podía alcanzar un pañuelo. Sólo al llegar la noche, pudimos tener un momento de verdadera comunion con la naturaleza al apagar las luces de la casa y poder deleitarnos con la imagen del cinturón de orion iluminando el cielo. Eso siempre y cuando no miraras hacia Ubrique, que proyectaba un haz de luz parecido a un ovni que aterriza. Viva la contaminación lumínica! Volviendo a la parte positiva de encontrarnos en un entorno cercano a lo natural, el sábado pablo, ramón y yo nos fuimos con la intencion (sobre todo de Ramón, claro) de llegar al castillo de Tavizna, que coronaba un pequeño pico visible desde bastantes kilómetros. No llegamos a alcanzarlo, pero estuvimos muy cerca. Aunque los tres nos quedamos bastante satisfechos con nuestro recorrido. Habíamos conseguido dejar atrás ese amasijo de parcelas, el ruido de las motosierras y hasta el chaval con la mobilette del tubo de escape trucado que vimos en el camino. Llegamos hasta un rio (en aquel momento, mas bien arroyo) que, a pesar de no haber llovido en los ultimos dos meses, albergaba un agua cristalina y fría, habitada por unos pequeños zapateros, señal de la pureza de ese agua. Momento mágico donde los haya. Conseguimos el silencio, sólo alterado por el sonido del agua sorteando las piedras del rio, música celestial. Al volver a la casa, volví a tener la sensación de estar atrapada en una caja de cristal, tan cerca de la naturaleza y tan lejos. Doliéndome el alma al ver cómo las fincas estaban adornadas con excesivas luces navideñas, aunque excesiva era ya una sola bombilla. Noté una puñalada al oir en pleno anochecer la estruendosa música de un coche situado en una finca cercana. Si no habeis tenido la suerte de contemplar un anochecer en la sierra, os animo a que lo probéis, engancha. Pero sin el coche del vecino, mejor. Y yo me pregunto, ¿por qué decimos que nos gusta el campo si en cuanto salimos de la ciudad nos indignamos porque no tenemos luces o televisión, o cobertura en el móvil? ¿por qué a las pocas horas de estar en un entorno privilegiado nos entra la angustia y huimos al pueblo más cercano en busca de "civilización"? Quizás es por esto por lo que estamos asesinando a nuestra MADRE GEA. Ella agoniza mientras contempla con indignación que los que dicen que la quieren ni siquieran la miran, menos aún la escuchan en la noche, cuando nos susurra al oído que nunca se rompió el cordón umbilical que nos une a ella. Y que por eso, cuando le clavamos el puñal en el corazón, nos apuñalamos a nosotros mismos. Os hago un ruego, adentraros en un bosque, en un monte, en la sierra y, al caer la noche, en silencio, escuchad con los cinco sentidos lo que os dice aquella que nos dió la vida, aquella que nos abraza y aquella que llora al ver cómo le damos la espalda.